jueves, 6 de junio de 2013

LAS RELACIONES HUMANAS II. ¿Mayordomos o esclavos? (II)
Concluíamos la primera parte de este artículo afirmando que no cuidamos del prójimo para agradarle ni para que tenga un buen concepto de nosotros, sino por amor a Cristo. Ésta debe ser la motivación central en nuestro servicio a los demás.
Todos tenemos necesidad de relacionarnos porque Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza. Desde el principio Dios se revela como el ser relacional por excelencia. Dios entra en relación con el hombre.
Esta  dimensión se hace evidente en el nombre dado al Hijo, «la Palabra, el Verbo» (Jn. 1:1) que es el instrumento de relación y de comunicación por excelencia. Cuando Dios crea al ser humano, pone en su corazón esta misma necesidad de relación. De ahí el profundo y misterioso «impulso » que reconocen todos los estudiosos del comportamiento humano, hasta los más escépticos. Es la «sed de Dios» descrita por el salmista (Sal. 42:1-2). Por otro lado, la necesidad de relacionarse con otro «tú» (en minúscula), el prójimo: «No es bueno que el hombre esté solo, le daré pues ayuda idónea».
Así pues, esta necesidad doble, la sed de Dios, y de amor humano- nos recuerda nuestro origen divino como criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios.
La practica de la mayordomíala fidelidad constituye el requisito básico.
Una de las frases más usadas para resumir una relación es:     «ha sido muy bueno conmigo», o bien al revés, «me ha hecho mucho daño».
Observemos cómo en la parábola de los talentos el Señor elogia, ante todo, virtudes y valores del carácter: «bueno» y «fiel». Los resultados del trabajo de aquellos siervos, aun siendo importantes, quedan relegados a un lugar secundario.
A Dios le importa más el cómo somos y vivimos que nuestros logros.
El «hacer» tiene su lugar, pero no antes del ser y, como veremos luego, del «estar con». Ello es un reflejo de lo que ocurre en nuestra relación con Dios: la meta primera es la de forjar un carácter, «que seamos hechos conformes a la imagen de su Hijo» (Ro. 8:29).
No debe ser casualidad que la descripción primera que se hace de Jesús es que «era el Verbo» (Jn. 1:1). Alude a su esencia, el ser, para describir después lo que hizo (Jn. 1:9-18).
El éxito o el fracaso en mis relaciones no se debe medir, en primer lugar, por lo que hago por ellos –actividades- sino por mis actitudes, cómo soy con ellos.
Ser un buen mayordomo no es, ante todo, un asunto de tener más o menos tiempo para dedicar a la esposa, los hijos, los amigos o los hermanos en la iglesia. La calidad de nuestras relaciones no es un asunto de agenda o de reloj.
Dos personas pueden estar juntas y, sin embargo, sentirse muy lejos la una de la otra. Todo lo que hagamos por los demás debe venir precedido y rubricado por un trato afable, un carácter lleno del fruto del Espíritu.

Este es el mejor regalo que podemos darle a una persona. De hecho, uno de los mayores elogios que alguien nos puede hacer es:   «Gracias por ser como eres».
Bernabé, nos ilustra muy bien este principio. Su mismo nombre apela a un rasgo precioso de su forma de ser: «hijo de consolación». Su contribución mayor a la Iglesia Primitiva no vino dada tanto por sus actividades -viajes misioneros, ministerio en la iglesia de Jerusalén, etc.-, sino por su carácter conciliador y consolador. Estas virtudes fueron la clave. La aportación más importante de Bernabé a la Iglesia tuvo que ver, ante todo, con su carácter lleno del fruto del Espíritu Santo.
La importancia de «estar al lado de»
Después del ser viene el estar. La segunda forma práctica de ser fiel como mayordomo de mis relaciones consiste en estar con, estar al lado de mi prójimo. Se corresponde con el ministerio del Espíritu Santo en el creyente; él es el Paracleto, cuya función es confortar y guiar.
La palabra aplicada a esta acción del Espíritu Santo -parakaleo-: significa a la vez cuidar, estar al lado de, confortar, consolar, preocuparse por. El vocablo equivalente en latín sería curar.
Cuidar a mi prójimo, a mi esposa, a mis hijos, a mis padres, a mi hermano en la iglesia, implica estar junto a, estar presente (de ahí deriva la palabra «asistir»). Un ingrediente esencial del cuidar es la cercanía. No se trata sólo de una cercanía física, sino sobre todo emocional. Se puede transmitir aun estando físicamente lejos. Por ello una llamada por teléfono, una carta, un regalo, un mensaje, una tarjeta postal nos hacen exclamar: «gracias por estar a mi lado, te he sentido cerca».
Esta faceta es especialmente valiosa y apreciada en los momentos de gozo y de sufrimiento. «Llorar con los que lloran y gozar con los que se gozan» (Ro. 12:15) es una de las mejores formas de ser un mayordomo fiel en las relaciones. Nuestra sola presencia al lado de alguien que sufre, del atribulado por una pérdida, del que tiene sed o hambre, está en la cárcel, está desnudo Mt. 25:31-40) Es un regalo precioso no sólo para la persona, sino para el Señor mismo: «Por cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos, a mí lo hicisteis» (Mt. 25:40).       ¡Impresionante privilegio!

Ahí radica la diferencia entre una preocupación meramente humanitaria o social por los demás, tarea que puede realizar cualquier persona de buen corazón, y la labor de pastoreo mutuo dentro del cuerpo de Cristo, la Iglesia, que sólo se puede realizar bajo la dirección y el poder del Consolador por excelencia.
También aquí encontramos ejemplos bíblicos de hombres modestos, ocupando un lugar secundario en comparación con los apóstoles, pero cuyo ministerio de consolar y cuidar fue clave en la consolidación de las iglesias nacientes.

Ya hemos considerado a Bernabé. Tenemos a Tíquico, a quien Pablo envió a los colosenses para que «conforte vuestros corazones» (Col. 4:8). Pablo dice acerca de Filemón:
«Pues tenemos gran gozo y consolación en tu amor, porque por ti, oh hermano, han sido confortados los corazones de los santos» (Flm. 1:7). Parecido ministerio ejerció Epafrodito a quien Pablo se refiere como «ministrador de mis necesidades».
Lo más hermoso es la manera como Pablo describe a continuación el efecto benéfico que la presencia de Epafrodito iba a tener entre los filipenses:
«Así que le envío con mayor solicitud, para que al verle de nuevo os gocéis, y yo esté con menos tristeza. Recibidle, pues, en el Señor con todo gozo y tened en estima a los que son como él» (Fil. 2:28-29). ¡Cómo necesitamos de Epafroditos en la Iglesia hoy!

Amar implica servir y soportar
El amor es la tercera característica de un mayordomo fiel. Pero, ¿qué significa amar? El amor ágape tiene dos grandes dimensiones. (Para un estudio más amplio del tema recomendamos el pasaje de Col. 3:1-17, excelente parte  práctica del amor en la iglesia). Por un lado, tiene una dimensión activa que implica dar, servir, entregarse. Después del ser y del estar al lado de entramos ahora en el hacer.
Ello supone tomar la iniciativa, dar el primer paso. El amor por excelencia (1 Co. 13) actitudes que retratan al amante maduro. Así, el segundo rasgo apela al servicio: «El amor es servicial» (1 Co. 13:4, versión Reina Valera 1977).
El servicio supone estar dispuesto, si hace falta, a ceñirse la toalla y lavar los pies de mi prójimo. ¿En qué te puedo ayudar? ¿Qué puedo hacer por ti? El Señor Jesús la resumió en la llamada regla de oro: «Y todo lo que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos» (Mt. 7:12). El ágape por el contrario implica dar el primer paso, es activo.
El amor, sin embargo, tiene una segunda dimensión que –de nuevo- nos lleva al terreno de las actitudes. Acabamos de ver su faceta activa –hacer por-, pero los actos de amor deben siempre ir acompañados de actitudes de amor.
He aquí algunos ejemplos:
«Vestios, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros y perdonándoos unos a otros si alguno tuviera queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros. Y sobre todas estas cosas vestios de amor, que es el vínculo perfecto» (Col. 3:12-14).
Esta descripción del amor nos sorprende por su realismo. Decíamos al principio que las relaciones humanas son muy complicadas y frágiles.
Pablo lo sabía 1 Co. 13 con una paradoja sorprendente: «el amor es sufrido». El amor maduro ha aprendido a soportar, a tener paciencia, a perdonar. La vinculación entre amor y sufrimiento –«el amor es sufrido»-    Del Espíritu Santo se dice que «intercede por nosotros con gemidos indecibles» (Ro. 8:26). Y ¿qué diremos del Señor Jesús, «varón de dolores, experimentado en quebranto» por amor a cada uno de nosotros?

Debemos concluir, volviendo al pensamiento inicial: las relaciones humanas son una fuente inmensa de gozo, pero, a veces, también de decepción y de desaliento. El mayordomo fiel que busca darse a los suyos experimentará en algún momento de su vida la frustración del apóstol Pablo cuando afirmó de los corintios:
«Y yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más sea amado menos» (2 Co. 12:15).
                                     El antídoto contra el desaliento radica en tener los «ojos puestos en Jesús» (He. 12:2) quien nos ha prometido que  «cualquiera que dé a uno de estos pequeñitos un vaso de agua fría solamente, por cuanto es discípulo, de cierto os digo que no perderá su recompensa»  (Mt. 10:42). 
Pero la clave radica en nuestra relación con Dios. La Piedad: esa relación espiritual, verdadera.  Piedad: eusebeia (εσέβεια, G2150), de eu, bien, y sebomai, ser devoto, denota aquella piedad que, caracterizada por una actitud en pos de Dios, hace aquello que le es agradable a él.  
 1Timot 4:8  porque el ejercicio corporal para poco es provechoso, pero la piedad para todo aprovecha, pues tiene promesa de esta vida presente, y de la venidera. Alabado sea Dios el Padre y el señor Jesucristo por darnos tan grande privilegio, de dar y servir.  Pero por sobre todo poder relacionarnos con El, nuestro Dios.   jca


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