TRANSFORMANDO
EL ENOJO EN PAZ (I)
¿Quién no se ha sentido humillado
y ofendido alguna vez? Todos hemos pasado experiencias de este tipo. ¡Las
relaciones humanas pueden ser complicadas! La diferencia está en que unos son capaces
de superar estas emociones de forma constructiva y saludable, mientras que
otros permanecen toda su vida «humillados y ofendidos». Han transformado la
ofensa inicial en resentimiento permanente. Y el resentimiento es como un
veneno que poco a poco, aun de manera inconsciente, va intoxicando su mente y
su espíritu hasta influir de manera decisiva en sus relaciones personales, su
actitud ante la vida y su propia salud.
¿Cómo podemos evitar este proceso
de envenenamiento que lleva a la amargura y la autodestrucción de no pocas
personas?,
El enojo no siempre es malo
El enfadarse es una respuesta tan
natural como, a veces, necesaria. De alguien que no se enfada nunca solemos
decir que «no tiene sangre en las venas». Forma parte de las defensas que Dios
mismo nos ha dado para afrontar situaciones desagradables o injustas.
De hecho, la capacidad para
airarse forma parte de la naturaleza divina. Dios mismo se nos presenta como un
Dios de ira ante el pecado y la injusticia. También vemos a Cristo, enojarse en
momentos muy concretos de su ministerio y expresar su enfado con mucha energía.
De Pablo se nos dice que «su espíritu se enardecía
viendo la ciudad (Atenas) entregada a la idolatría» (Hch. 17:16).
En realidad, la ausencia de enojo
en determinados momentos puede desagradar a Dios. Hay, por tanto, una ira santa
que refleja la imagen de Dios en nosotros y que, lejos de ser pecado, puede
reflejar madurez y discernimiento espiritual.
Los límites del enojo: «Airaos,
pero no pequéis» ¿cuándo el enojo es malo? El
apóstol Pablo nos da la clave: «airaos, pero no pequéis,
no se ponga el sol sobre vuestro enojo ni deis lugar al diablo» (Ef. 4:26-27).
«Airaos si hace falta», viene a
decir el apóstol; pero hay una condición indispensable para que el enfado no se
convierta en pecado: «no se ponga el sol sobre vuestro enojo». El problema no
está en airarse, sino en permanecer airado.
Cuando el enojo anida en el corazón
de forma permanente deja de ser una reacción natural, para convertirse
en una actitud vital. Deja de ser un sentimiento espontáneo y
transitorio para convertirse en un estado crónico. Cuando esto sucede, el enojo
pasa a resentimiento y, de ahí, con el tiempo, engendra el odio y la amargura
como eslabones de una misma cadena.
Son los efectos tóxicos del
enojo. Lo que empieza siendo una reacción necesaria y positiva, acaba
sumiendo a la persona en una actitud de autodestrucción. Por ello Pablo termina
este versículo con la frase «ni deis lugar al diablo».
Apagando el enojo: «Meditad en
vuestro corazón y guardad silencio»
El enojo es como un fuego que
necesita ser cuidadosamente controlado, de lo contrario puede causar serios
problemas. Hemos visto algunos de sus «efectos tóxicos». Ya nos advierte el
autor de Proverbios que «aquel que fácilmente se enoja,
hará locuras» (Pr. 14:17).
Es interesante observar que el texto antes considerado (Ef. 4:26) es una
cita del Salmo 4:4: «En vuestro enojo no pequéis; cuando estéis en vuestras camas,
meditad en vuestro corazón y guardad silencio» (Traducción literal de
la versión inglesa «New International Version»).
El versículo original, por tanto,
nos da la primera clave para atemperar el enojo: la meditación y silencio.
Estos momentos de quietud interior serán como gotas de agua que refrescan la
tierra ardiendo por el fuego. Será entonces cuando oiremos la voz suave del
Juez justo preguntándonos como a Jonás: «¿Haces tú bien
en enojarte tanto?» (Jon. 4:4),
o susurrando a nuestro corazón: «No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad
lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré dice
el Señor... No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal» (Ro. 12:19,
21).
Estos «descubrimientos», paso a
paso, irán apaciguando la intensidad de nuestra ira y serán el antídoto contra
el resentimiento y el odio.
Odiar no es inevitable, es una
decisión.
Hay personas especialistas en
hacer «confitura de resentimiento»: guardan el enojo en su corazón hasta
terminar llenos de amargura y con una visión victimista de la vida piensan que
todo y todos van en contra de ellos. ¿Por qué les ocurre esto? Importa destacar
que en este proceso de intoxicación juega un papel central la voluntad.
A diferencia del enojo que surge
de forma espontánea y es inevitable, el odio y el resentimiento no son
inevitables sino que crecen en la medida que se los alimenta. Yo no puedo
evitar enojarme, pero sí puedo evitar que este sentimiento se convierta en
odio.
Ello es así porque el odio, al
igual que el amor, es más que una emoción, es una decisión, nace
de la voluntad. Yo puedo rehusar odiar de la misma manera que puedo decidir
amar. Ahí es donde empezamos a entender la demanda del Señor Jesús de amar a
los enemigos.
Como sentimiento natural, es
imposible, pero en tanto que decisión es posible, en especial cuando contiene
la capacitación sobrenatural del Espíritu Santo y no depende sólo de nuestro esfuerzo.
Esta capacidad para detener el odio y transformarlo en paz interior y en
pacificación es una de las características más distintivas de la ética
cristiana. Su presencia es revolucionaria y transforma personas, relaciones y
hasta comunidades enteras.
Piensa bien y acertarás... piensa
mal y te amargarás
La sabiduría popular expresada en
forma de refranes suele no equivocarse. Pero en el caso del aforismo «piensa
mal y acertarás» yerra por partida doble.
Desde el punto de vista
psicológico es un grave error porque ser un malpensado siempre lleva a una
visión paranoide del mundo. Hasta tal punto es un veneno emocional que más bien
deberíamos decir «piensa mal y te amargarás».
Todos los
expertos en salud mental están de acuerdo en este principio: uno no puede
pasarse la vida desconfiando de los demás sin que ello le pase una factura muy
alta en su salud física y emocional.
Y esta actitud, que es
perjudicial emocionalmente, también lo es desde el punto de vista espiritual. De
hecho, puede llegar a ser un pecado por cuanto la amargura apaga el Espíritu
Santo. El lema del creyente debe ser «piensa el bien y tendrás paz».
Ello nos lleva a preguntarnos: ¿cómo se consigue esto?
Plantando las semillas adecuadas:
«todo lo puro, todo lo amable... en esto pensad»
En la mente humana los
sentimientos están en gran parte determinados por los pensamientos. La forma de
pensar es lo que nos hace sentir bien o mal, amar u odiar, resentidos o en paz.
En este sentido, podríamos comparar la personalidad -el corazón- a un jardín en
el que estamos constantemente plantando semillas, los pensamientos. Las
semillas que yo siembre van a determinar qué plantas crecen.
Si es un
pensamiento de ánimo, me hará sentir bien, si es un pensamiento de hostilidad
producirá resentimiento, etc.
Aun sin darnos cuenta, estamos
todo el tiempo enviándole al cerebro mensajes que influirán mucho en nuestro
estado de ánimo, en nuestras reacciones e incluso en nuestra salud.
En la Biblia encontramos
numerosos pasajes que aluden a esta realidad.
En Filipenses 4 tenemos una
formidable «vacuna» para evitar el odio y el resentimiento y transformarlo en
paz. Es una perla inestimable que debería adornar todas nuestras relaciones.
Aprehender y practicar el mensaje
contenido en este memorable pasaje es una ayuda inestimable cuando nos sentimos
humillados y ofendidos:
«Por
lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo,
todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud
alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad» (Fil. 4:8).
¡Cuánta tendencia tenemos los
humanos a invertir esta exhortación! Si hay algo negativo, algún defecto,
alguna ofensa, algún motivo de queja, algún agravio en esto pensamos y nos
obsesionamos! Y así, al cultivar estos pensamientos negativos, vamos creando el
caldo de cultivo idóneo para que crezcan el odio y el resentimiento.
¡Cómo cambiarían nuestras
actitudes y relaciones si aplicáramos este versículo a aquellas personas que
nos han ofendido! Si en vez de pensar «cuánto mal me ha hecho» logro decirme
«¿qué hay de bueno en él/ella,? ¿qué puedo encontrar de noble y de justo en esta
persona?», poco a poco crecerán en el jardín de mi mente las plantas que llevan
al sosiego y la paz.
Es importante observar cómo las
ocho cualidades de la lista tienen una clara connotación moral. Afectan no sólo
mis sentimientos y emociones, sino también mi conducta.
El beneficio no es sólo
psicológico para mí -relax mental, un efecto ansiolítico-, sino ético, afectará
también a los demás. En la medida que yo cultive -«pensar en»- esta
lista de virtudes, ello influirá no sólo sobre mi mente, sino también en mis
reacciones y en mis relaciones.
El verbo «pensar»
en el texto (logizomai) no
significa tanto tener en mente o recordar, sino sobre todo «reflexionar,
ponderar, sopesar el justo valor de algo para aplicarlo a la vida».
Paz para mí y en paz con los demás:
«Una paz que sobrepasa todo entendimiento»
Cuando mi mente se ocupa en
pensar el bien -lo bueno- ello tiene unas consecuencias en la vida diaria que
se resumen en una sola: la paz. No es por casualidad que, como majestuosa
puerta de entrada a todo el pasaje sobre el contentamiento, aparece esta áurea
afirmación: «Y la paz de Dios, que sobrepasa todo
entendimiento, guardará vuestros corazones en Cristo Jesús» (Fil. 4:7).
No se trata sólo de una paz subjetiva
-«me hace sentir bien a mí»- sino también objetiva -se proyecta a mis
relaciones con los demás El apóstol Pablo destaca tres observaciones
sobre esta paz:
Su fuente es Dios mismo.
No emana de ningún recurso humano, sino de la relación personal con Él a través
de Cristo. Hay una relación inseparable entre la paz de Dios y el Dios de paz.
- Sus efectos beneficiosos alcanzan a
toda la personalidad. No sólo la mente, sino también el corazón
(implicando las emociones y la voluntad) son guardados por esta paz.
- Su resultado cardinal es que nos
mantiene «guardados» -cobijados- en Cristo Jesús. El verbo usado aquí es
un término militar que se aplicaba a los soldados que hacían guardia para
proteger -«guardar»- una determinada plaza.
- La paz de Dios no es tanto un sentimiento como
una posición existencial. Pablo mismo describió esta posición con palabras
muy hermosas:
- «Quién nos separará del amor de
Cristo? ... Porque estoy seguro de que ninguna cosa creada podrá
separarnos del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Ro. 8:35, 38-39).
Pensar el bien -centrarse en lo
bueno- y rehusar odiar es el primer gran antídoto contra el resentimiento. Es
el primer paso para transformar el enojo por la ofensa en paz.
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