Consideraciones sobre la
infidelidad
La fidelidad y sus enemigos en la sociedad de hoy
En nuestros días asistimos a una extraña paradoja
en los países occidentales: gozamos de una calidad de vida muy alta, nunca
antes se había disfrutado de tanto bienestar material. Sin embargo, al mismo
tiempo hay muchos más casos de depresión, ansiedad, estrés y soledad que nunca.
La gente vive mucho mejor, pero se siente mucho peor. La prosperidad material
no ha proporcionado bienestar emocional ni existencial. Y el panorama futuro no
parece más halagüeño: la OMS (Organización Mundial de la Salud) ha pronosticado
que para el año 2020 la depresión será la segunda enfermedad en importancia
después del cáncer.
Un ejemplo nos ilustra esta sorprendente paradoja.
En el ranking de ciudades del mundo con mayor calidad de vida (año 2009) Viena,
Zurich y Ginebra encabezaban la clasificación. A primera vista, son lugares
privilegiados para vivir; sin embargo, detrás se esconde una realidad muy
distinta: Viena ha sido durante muchos años -y aún hoy lo es- una de las
ciudades con un mayor índice de suicidios del mundo. Por otro lado Zurich y
Ginebra están en Suiza, país con un alto índice de toxicomanías. La conclusión
no parece difícil de deducir: allí donde hay un mayor nivel de prosperidad
material, abundan los conflictos personales, familiares y de relaciones.
El cuerpo está mejor cuidado que nunca, pero la
mente y el espíritu están quizás peor que nunca.
Quisiera destacar, sin embargo, una causa frecuente
de este deterioro personal y social que he podido observar repetidamente en mi
práctica: una crisis colosal de fidelidad; me refiero no sólo a la
fidelidad conyugal o en la pareja, sino en todas las relaciones humanas.
Muchos problemas hoy tienen que ver con la
inestabilidad de las relaciones, la fragilidad de los vínculos, la erosión del
compromiso. Lo que los sociólogos llaman inestabilidad social esconde
una crisis del valor fidelidad donde los vínculos sólidos que solían ser
para toda la vida se han vuelto algo precario y con «fechas de
caducidad» muy cortas.
El lema hoy parece ser «nada a largo plazo». Con
ello se ha perdido un baluarte de seguridad en la convivencia y una fuente de
identidad personal. Sin duda, ello pasa factura, una factura que la estamos
pagando en forma de una auténtica epidemia de relaciones rotas con su cortejo
acompañante: los problemas emocionales, en especial ansiedad, depresión y
soledad.
Podríamos comparar las relaciones en nuestros días
a las semillas que caen junto al camino: crecen rápidamente bajo el influjo de
las primeras lluvias, pero se desvanecen tan rápido como crecen porque carecen
de raíces y son muy frágiles. Asistimos a una eclosión de «relaciones cortas»
en todos los ámbitos: en el trabajo, entre amigos, incluso en la vida de
iglesia. Esto afecta con fuerza a la familia donde van creciendo relaciones
frágiles y superficiales que se desgajan ante cualquier presión externa al modo
como uno arranca una planta sin apenas resistencia. La contraposición a las
«relaciones cortas» son las «relaciones firmes, como la planta en la buena
tierra que da frutos».
Para ello vamos a considerar, en primer lugar, qué
es la fidelidad y por qué es tan importante.
1. ¿Por qué he de ser fiel?: la importancia de la
fidelidad
Entendemos por fidelidad el cumplimiento de las
promesas y pactos por encima de los sentimientos y de las circunstancias. La
persona fiel no cambia aquello que ha prometido, ocurra lo que ocurra, «en
salud o en enfermedad». El ejemplo por excelencia es el Señor Jesús quien «es
el mismo ayer, hoy y por los siglos» (Heb.
13:8).
La fidelidad es una actitud profunda que nace del
corazón y piensa más en mis deberes que en mis derechos, piensa
antes en el «tú» que en el «yo». La gravedad en cualquier tipo de infidelidad
radica precisamente en la ruptura de la promesa o la dejadez en el compromiso.
La fidelidad no suele ser una conducta aislada,
limitada a una esfera de la vida (la sexual), sino un rasgo más de un carácter
moral y de una estructura de personalidad. Así, el cortejo inseparable de la
fidelidad son valores como el esfuerzo, la perseverancia, la paciencia y
expresan, en último término, una buena mayordomía en todos los ámbitos. De la
misma manera, la infidelidad suele ir acompañada de indolencia, búsqueda del
beneficio inmediato y personal, una baja tolerancia a las contrariedades o frustraciones,
mentiras y engaño, etc.
La persona fiel en sus relaciones suele ser fiel en
todas las áreas de su vida, «porque el que es fiel en lo muy poco, también en
lo más es fiel» (Lc.
16:10). Recordemos cómo la enseñanza principal de Jesús sobre la
fidelidad se basó en la parábola de los talentos, es decir en una buena
administración de todo lo que Dios ha puesto en nuestras manos (Mt.
25:14-30).
Un ejemplo admirable lo tenemos en José, el
patriarca del Antiguo Testamento quien desde muy joven fue fiel en todo lo que
se le encomendó. La fidelidad a su amo egipcio se evidenció no sólo en la
esfera sexual –rechazando el acoso repetido de la mujer de Potifar- sino en
todas las áreas de su vida. Ello explica el éxito de José en las diferentes
esferas donde tuvo responsabilidad: con Potifar (Gn.
39:3-4), en la cárcel (Gn.
39:21-23) y como gobernador de Egipto (Gn.
41-42). La fidelidad expresa, por tanto, una actitud vital profunda
y global de lealtad y compromiso.
La fidelidad es importante por varias razones:
Como motor de cohesión social y de estabilidad
emocional
La fidelidad es como el cemento que cohesiona
nuestras relaciones. Constituye una salvaguarda que nos da seguridad más allá
de los vaivenes de los sentimientos. En un mundo fracturado por el pecado, los
sentimientos son fluctuantes y están sujetos a cambios frecuentes y repentinos.
El corazón humano es «engañoso más que todas las
cosas» (Jer.
17:9). Por ello las relaciones humanas requieren una base sólida,
objetiva, que les confiera una garantía de estabilidad. La fidelidad expresada
en promesas y pactos es como un ancla que mantiene la nave segura en la hora de
la tormenta. Si nuestras relaciones dependen sólo de los sentimientos, entramos
en una especie de tiovivo existencial donde no hay nada seguro y donde la
desconfianza acampa a sus anchas.
Por el contrario, donde hay fidelidad, hay
confianza. Una persona fiel genera seguridad, paz y estabilidad a su alrededor.
La confianza que da la fidelidad es el mejor
antídoto contra la ansiedad, la inseguridad y los celos en las relaciones.
Así pues, la fidelidad es importante como motor de
cohesión social y de estabilidad emocional. Tanto autores cristianos como no
cristianos coinciden en este punto: es un ingrediente esencial en todas las
relaciones humanas. Ello nos obliga a preguntarnos: ¿se explica la necesidad de
fidelidad en términos puramente psicológicos o sociales?
Como expresión del carácter de Dios
Para el cristiano la fidelidad es importante por
una razón aún más poderosa: la fidelidad forma parte de la esencia misma del
carácter divino: «fiel es el Señor» (2 Ts. 3:3), en Él «no hay mudanza ni sombra de
variación». (Stg.
1:17), «porque todas las promesas de Dios son en Él Sí, y en Él
Amén» (2 Co. 1:20). Las referencias a la fidelidad de Dios son
constantes en las Escrituras.
Es por completo inconcebible que el Dios de la
Biblia esté sujeto a cambios caprichosos de humor, de sentimientos o de ideas
como los dioses paganos. Hasta tal punto es así que desde el principio Dios
quiso rubricar sus promesas con pactos. Estos pactos eran la expresión de un
compromiso inquebrantable.
El pacto ha sido el marco que ha estructurado
siempre la relación de Dios con el hombre en general y con su pueblo en
particular. Un ejemplo de ello lo tenemos en la historia del arco iris, símbolo
del primer gran pacto de Dios con el hombre al prometer que no volvería a
destruir nunca más al ser humano de la faz de la tierra: «Esta es la señal del
pacto que yo establezco entre mí y vosotros por siglos perpetuos: mi arco he
puesto en las nubes» (Gn.
9:9-13)
Como voluntad de Dios para las relaciones humanas
La fidelidad, sin embargo, no es sólo un atributo
esencial del carácter divino sin más. Ello tiene consecuencias para nosotros.
Es también su voluntad para las relaciones humanas. Ello es lógico si
recordamos que fuimos creados a imagen de Dios y, por tanto, somos llamados a
reflejar en lo posible Su carácter. La fidelidad sella las relaciones entre Dios y los hombres, pero también
debe sellar las relaciones de los hombres entre sí. Porque Dios es fiel,
nosotros debemos serlo también.
La infidelidad rompe el corazón de Dios: «...Haréis
cubrir el altar de Jehová de lágrimas, de llanto y de clamor... porque has sido
desleal contra la mujer de tu juventud, siendo ella tu compañera y la mujer de
tu pacto» (Mal.
2:13-14). La fidelidad, por el contrario, le agrada tanto que Dios
promete la «corona de la vida» al que es fiel hasta la muerte (Ap. 2:10).
Así pues, la fidelidad expresada en el cumplimiento
de pactos y promesas es el ancla que salvaguarda nuestras relaciones y les da
estabilidad.
2. ¿A quién he de ser fiel?: Las dimensiones de la
fidelidad
«Cordón de tres dobleces (nudos) no se rompe
pronto» (Ec.
4:12).
El autor del Eclesiastés, con su sabiduría, resume
de forma certera en una sola frase el meollo de la fidelidad. ¿Cuáles son estos
tres nudos? La fidelidad implica responsabilidad con uno mismo, con el
prójimo y con Dios.
Esta metáfora trae a nuestra mente la idea de un
triple vínculo con tres rasgos distintivos:
Su fortaleza: el lazo triple es resistente y no se
rompe pronto con las presiones ni se afloja con el tiempo.
Su carácter indivisible: ninguna de las partes se puede
desgajar de las otras porque forman un todo inseparable. Así, cuando soy infiel
a mi prójimo, también lo soy en mi compromiso con Dios y conmigo mismo.
Su interdependencia: se nutren entre sí, se
retro-alimentan de manera que la fidelidad a Dios estimula la fidelidad al
prójimo y conmigo mismo y viceversa.
La fidelidad con uno mismo
Podríamos definirla como coherencia e implica
estabilidad e integridad. Lo opuesto es la persona «inconstante en todos sus
caminos» (Stg.
1:8) que dice una cosa hoy y otra totalmente diferente mañana,
cambiando conductas, opiniones o sentimientos bajo la presión de las
circunstancias o la influencia del entorno. La Escritura la define como «el
hombre de doble ánimo» en agudo contraste con la persona íntegra -entera-, de
un solo corazón. Marca distintiva de la persona fiel es esta integridad o
entereza que la hace confiable en todos los asuntos porque no cambia y cumple
sus promesas.
Otro ejemplo de fidelidad en la Biblia lo tenemos
en Daniel: «...buscaban ocasión para acusar a Daniel... mas no podían hallar
ocasión alguna o falta, porque él era fiel» (Dn.
6:4). A pesar de la enorme presión sobre sus creencias y su conducta
por las circunstancias del exilio, Daniel no cambió, fue constante y coherente
con su fe y ello le convirtió en una persona confiable a ojos de sus
superiores, en especial del rey quien le promovió a lugares de gran
responsabilidad. Daniel se mantuvo firme allí donde lo más fácil era el
mimetismo, dejarse arrastrar por la corriente. ¿Su secreto? El «triple nudo»
-su fidelidad a Dios, al prójimo y consigo mismo- fue el ancla que le mantuvo
firme y Dios le bendijo en gran manera porque el Dios fiel se complace en la
fidelidad de sus hijos.
Algunos dirán que para ser fiel con uno mismo, a
veces tienes que ser infiel con los demás.¿Es cierta esta idea? La respuesta
nos obliga a recordar el concepto de fidelidad antes esbozado. La fidelidad
siempre tiene un contenido objetivo al que se es fiel, normalmente expresado en
forma de promesas o pactos. Los esponsales en la boda o un contrato de trabajo
son ejemplo de este elemento explicito y objetivo que recuerda un
acuerdo (valga el juego de palabras). La ruptura unilateral de este acuerdo es
una infidelidad, una deslealtad, ya sea en el trabajo, en el matrimonio o en
cualquier ámbito de las relaciones.
Hoy en día se rechaza este elemento objetivo con el
fin de no sentirse atado. Asistimos a una erosión profunda del valor compromiso
en todos los niveles. Un ejemplo lo vemos en la tendencia tan generalizada hoy
a vivir en pareja sin casarse. ¿Es por motivos puramente prácticos o
económicos? No, la ausencia del vínculo explícito que aporta la ceremonia civil
o religiosa hace que el compromiso objetivo sea mucho más light o incluso
inexistente.
La frase «yo no necesito papeles para amar» refleja el sutil
rechazo de nuestra generación al compromiso objetivo lo cual lleva
inevitablemente a la trivialización de la fidelidad y a las relaciones «cortas»
antes mencionadas.
Cuando se anula el elemento objetivo de la
fidelidad es sustituido por un criterio puramente subjetivo: «debo ser
fiel a mis sentimientos o mis pensamientos que pueden variar a lo largo de mi
vida».
Para estas personas ser fiel consigo mismo supone
hacer siempre lo que les apetece, sin tener en cuenta los otros dos nudos de la
cuerda, Dios y el prójimo. De esta manera, la fidelidad se convierte en simple
subjetivismo desprovisto de cualquier elemento de responsabilidad ante otros:
«es mi problema y no afecta a nadie más». Esta conducta es un reflejo de las
grandes modas ideológicas de hoy y la tendencia a servirse de en vez de servir
a.
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