domingo, 28 de junio de 2015

70 - Yo también santo?

La santidad no goza de sobrada simpatía en nuestros días. Algunos la consideran una cualidad especial propia de unos pocos que sobresalen por una insólita piedad, sin que el común de los cristianos ni siquiera la deseen.

 Sin embargo, renunciar a la santidad equivale a menospreciar la vocación con que Dios nos ha llamado. Ya en los tiempos remotos del Antiguo Testamento Dios ordenó a Moisés que convocara a todo el pueblo para transmitirle un mensaje de vital importancia:
«Santos seréis, porque santo soy yo, Yahveh, vuestro Dios»
 Levitico. 19:2  2Habla a toda la congregación de los hijos de Israel, y diles: Santos seréis, porque santo soy yo Jehová vuestro Dios.
frase sentenciosa seguida de un resumen práctico de la ética israelita ( Lv. 19:3). 3Cada uno temerá a su madre y a su padre, y mis días de reposo* guardaréis. Yo Jehová vuestro Dios
En este resumen sentencioso salta a la vista que la santidad no era tanto una cuestión de ritos religiosos como una guía de conducta moral reguladora de las relaciones humanas
( Lv. 19:3-37). 3Cada uno temerá a su madre y a su padre, y mis días de reposo* guardaréis. Yo Jehová vuestro Dios. 4No os volveréis a los ídolos, ni haréis para vosotros dioses de fundición. Yo Jehová vuestro Dios.
5Y cuando ofreciereis sacrificio de ofrenda de paz a Jehová, ofrecedlo de tal manera que seáis aceptos. 6Será comido el día que lo ofreciereis, y el día siguiente; y lo que quedare para el tercer día, será quemado en el fuego. 7Y si se comiere el día tercero, será abominación; no será acepto, 8y el que lo comiere llevará su delito, por cuanto profanó lo santo de Jehová; y la tal persona será cortada de su pueblo.
9Cuando siegues la mies de tu tierra, no segarás hasta el último rincón de ella, ni espigarás tu tierra segada. 10Y no rebuscarás tu viña, ni recogerás el fruto caído de tu viña; para el pobre y para el extranjero lo dejarás. Yo Jehová vuestro Dios.
11No hurtaréis, y no engañaréis ni mentiréis el uno al otro. 12Y no juraréis falsamente por mi nombre, profanando así el nombre de tu Dios. Yo Jehová.
13No oprimirás a tu prójimo, ni le robarás. No retendrás el salario del jornalero en tu casa hasta la mañana. 14No maldecirás al sordo, y delante del ciego no pondrás tropiezo, sino que tendrás temor de tu Dios. Yo Jehová.
15No harás injusticia en el juicio, ni favoreciendo al pobre ni complaciendo al grande; con justicia juzgarás a tu prójimo. 16No andarás chismeando entre tu pueblo. No atentarás contra la vida de tu prójimo. Yo Jehová. 17No aborrecerás a tu hermano en tu corazón; razonarás con tu prójimo, para que no participes de su pecado.
18No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo Jehová.
19Mis estatutos guardarás. No harás ayuntar tu ganado con animales de otra especie; tu campo no sembrarás con mezcla de semillas, y no te pondrás vestidos con mezcla de hilos.
20Si un hombre yaciere con una mujer que fuere sierva desposada con alguno, y no estuviere rescatada, ni le hubiere sido dada libertad, ambos serán azotados; no morirán, por cuanto ella no es libre. 21Y él traerá a Jehová, a la puerta del tabernáculo de reunión, un carnero en expiación por su culpa. 22Y con el carnero de la expiación lo reconciliará el sacerdote delante de Jehová, por su pecado que cometió; y se le perdonará su pecado que ha cometido.
23Y cuando entréis en la tierra, y plantéis toda clase de árboles frutales, consideraréis como incircunciso lo primero de su fruto; tres años os será incircunciso; su fruto no se comerá. 24Y el cuarto año todo su fruto será consagrado en alabanzas a Jehová. 25Mas al quinto año comeréis el fruto de él, para que os haga crecer su fruto. Yo Jehová vuestro Dios.
26No comeréis cosa alguna con sangre. No seréis agoreros, ni adivinos. 27No haréis tonsura en vuestras cabezas, ni dañaréis la punta de vuestra barba. 28Y no haréis rasguños en vuestro cuerpo por un muerto, ni imprimiréis en vosotros señal alguna. Yo Jehová.
29No contaminarás a tu hija haciéndola fornicar, para que no se prostituya la tierra y se llene de maldad. 30Mis días de reposo* guardaréis, y mi santuario tendréis en reverencia. Yo Jehová.31No os volváis a los encantadores ni a los adivinos; no los consultéis, contaminándoos con ellos. Yo Jehová vuestro Dios.
32Delante de las canas te levantarás, y honrarás el rostro del anciano, y de tu Dios tendrás temor. Yo Jehová.
33Cuando el extranjero morare con vosotros en vuestra tierra, no le oprimiréis. 34Como a un natural de vosotros tendréis al extranjero que more entre vosotros, y lo amarás como a ti mismo; porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto. Yo Jehová vuestro Dios.
35No hagáis injusticia en juicio, en medida de tierra, en peso ni en otra medida. 36Balanzas justas, pesas justas y medidas justas tendréis. Yo Jehová vuestro Dios, que os saqué de la tierra de Egipto. 37Guardad, pues, todos mis estatutos y todas mis ordenanzas, y ponedlos por obra. Yo Jehová.
En el Nuevo Testamento «santos» son todos los creyentes unidos a Cristo mediante una fe viva, es decir, todos los «santificados en Cristo Jesús, llamados santos»
 Romanos 1:7; a todos los que estáis en Roma, amados de Dios, llamados a ser santos: Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo. 1 Corintios. 1:2). a la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro:
El nombre de «santos» no es, pues, un calificativo reservado a cristianos supereminentes, una elite de creyentes distinguidos por sus virtudes extraordinarias y su consagración a Cristo.

La santidad es inherente a la condición de redimido en Cristo,
Efesios 1:4). 4según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él,
Pablo añade que el gran propósito de Dios es que seamos «santos y sin mancha e irreprochables delante de él»
Colosenses 1:22) 22en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él;.
Y Pedro, en su primera carta, escribe: «Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir, porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo»
1 Pedro 1:15). 15sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir;
Hasta tal punto se destaca la santidad en el Nuevo Testamento que viene a ser un elemento de identificación de todo verdadero cristiano.
Quien tiene en poco vivir santamente tiene motivos para empezar a dudar de la autenticidad de su fe. Es muy solemne la exhortación de la carta a los Hebreos: «Seguid la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor. Mirad bien para que nadie deje de alcanzar la gracia de Dios»  
Hebreos 12:14-15). 14Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor. 15Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados;
Miradlo «bien», con seriedad, sin caer en criterios y formas de cristianismo acomodadizos. No nos es concedida libertad para escoger el grado de piedad que mejor nos parezca. Menos podemos acomodarnos a una ética de permisividad, de manga ancha, en la que todo puede resultar aceptable.

Al discípulo cristiano se le impone la renuncia a toda forma de autonomía moral; se ha de mantener siempre a la sombra de la cruz, atento a las palabras del Maestro, decidido a vivir en conformidad con ellas. Un cristiano light, sin compromiso, temeroso de que se le tilde de fanático o beato, suele asemejarse mucho a la sal que ha perdido su sabor peculiar; «no sirve más para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres»
Mateo 5:13 13Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada? No sirve más para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres.
Si invocamos a Cristo como SEÑOR, él -no nosotros- es quien ha de fijar los parámetros determinantes de nuestro modo de seguirle.  La «gracia barata», , acaba no siendo nada.

El concepto bíblico de santidad

Son muchos los textos de la Escritura que arrojan luz sobre el significado de la santidad cristiana; pero uno de ellos sintetiza magistralmente lo fundamental de la misma.
Es el de Romanos 12:1-2: «Por lo tanto, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro verdadero culto. No os conforméis a este mundo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál es la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.»
Debe notarse atentamente el comienzo de este pasaje: Las palabras «por lo tanto» son un nexo de unión con todo lo que el apóstol ha enseñado en los capítulos precedentes de la carta ( Ro. 1-11).
Todo es una manifestación de las «misericordias de Dios»: la revelación del Evangelio, su rasgo de universalidad, la obra redentora de Cristo, la acción del Espíritu Santo, la liberación de la tiranía de la carne y la transformación del creyente a semejanza de su Salvador -con el que se ha identificado-, la seguridad de la salvación en el marco de la providencia, seguridad que Dios nos da en Cristo sin distinción de etnias, conforme a la elección divina. Todo ha sido planeado y realizado por el amor infinito de Dios.
Esta gracia nos convierte en deudores. Si Dios tanto nos ha dado, es lógico que correspondamos a su bondad con nuestra gratitud, a su generosidad con nuestra consagración.
Es lo que Pablo demanda de los creyentes con admirable delicadeza pastoral. No usa un tono de autoridad, como en su carta a los Gálatas. Se expresa en términos de apelación razonables, suaves, los más adecuados para que su ruego tenga efecto positivo: «Os ruego por las misericordias de Dios...»

El meollo de la conducta santa

«...que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro verdadero culto.»
En el culto israelita el holocausto era el sacrificio más gráfico cuando se quería expresar la plena dedicación del oferente a Dios. La víctima era totalmente consumida por el fuego. Y aquí Pablo resalta el contraste entre el holocausto (animal muerto) y el «sacrificio vivo» del creyente que se consagra plenamente a Dios para vivir conforme a su voluntad. Esa es la mejor manera de adorarle.
La presentación del cuerpo se refiere a la totalidad del mismo y a cada una de sus partes. El cuerpo en su conjunto debe ser considerado con mente abierta a la sensibilidad cristiana. La concepción cristiana del cuerpo dista mucho de la filosofía griega, que veía en él una abominable cárcel del alma. En sí el cuerpo no es ni bueno ni malo. Su naturaleza moral depende del uso que de él se haga.
Antes de la conversión, los miembros del cuerpo eran «instrumentos de iniquidad»  Ro. 6:13, 3ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia.      de impureza y desorden
 Ro. 6:19; 9Hablo como humano, por vuestra humana debilidad; que así como para iniquidad presentasteis vuestros miembros para servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para santificación presentad vuestros miembros para servir a la justicia.   
Pero la conversión lo transforma todo. Los mismos miembros que habían estado al servicio del pecado se convierten en «instrumentos de justicia»
Ro. 6:13. ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia.
Ro. 6:22. 22Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna.
La boca que en otro tiempo se había abierto para injuriar a Dios y para difamar o engañar, ahora se abre para alabarle y proclamar la salvación en Cristo; las manos que habían ejecutado numerosas acciones malas abundan en «buenas obras que de antemano dispuso Dios que las practicáramos»
Ef. 2:10; Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas.

Los pies que habían corrido para unirse a los impíos en sus caminos de maldad, ahora se dirigen a la casa de Dios y al encuentro de la persona necesitada de consuelo y ayuda. El «yo», que en el pasado había sido centro de la vida se ha rendido al señorío de Cristo. Pero no sólo los miembros en su particularidad deben ser santificados.
La totalidad del cuerpo, como unidad indivisible, ha de ser una ofrenda presentada a Dios diariamente.
Ese modo de entender la ofrenda corporal a Dios es de especial importancia en un mundo en el que frecuentemente se ensalza el culto al cuerpo. ¿Qué vemos en el espejo ante el que pasamos ratos prolongados? Por lo general, un Narciso enamorado de sí mismo que busca enamorar a otros. ¿En qué se inspiran, si no, las modas en el vestir con sus peculiaridades de provocación sexual? No debe olvidarse que es el cuerpo el campo en que se libran duros combates contra «el demonio, el mundo y la carne».
No es extraño que en muchos periodos de la historia de la Iglesia se haya visto el cuerpo como encarnación del mal. ¡Error injustificable!. La abominación del cuerpo como algo intrínsecamente malo tiene sus raíces en antiguas filosofías de los primeros siglos. Pero el cuerpo en sí carece de identidad moral.
El cuerpo del primer hombre fue obra de Dios,  Gn. 1:31 Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera. Y fue la tarde y la mañana el día sexto..
Y del cuerpo del creyente en Cristo se nos dice que es «templo del Espíritu Santo» 1 Co. 3:16, ¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?
1 Co. 6:15. No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Quitaré, pues, los miembros de Cristo y los haré miembros de una ramera? De ningún modo.
Pero ese templo puede ser profanado, y lo es siempre que hacemos de él un instrumento de pecado. Pero tal profanación está vedada a quienes han pasado de las tinieblas a la luz, de la inmundicia a la pureza, del desvarío a la sensatez, de la muerte espiritual a una vida nueva.
Pablo se regocija por el cambio operado en los creyentes:  Ro. 6:17-18. 17Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados; 18y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia.
Esa liberación es la clave de la santificación. Dios espera que ésta sea la experiencia de todo hijo suyo. Ello es signo de la verdadera identidad cristiana. No es, pues, algo que podemos aceptar o soslayar según nuestro humano criterio. No lo olvidemos: «Sed santos, porque yo soy santo».

¿Qué forma de cristianismo viviremos?

Pablo amplía su pensamiento cuando dice: «No os conforméis a este mundo, sino transformaos por la renovación de vuestra mente para que comprobéis cuál es la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta»  Ro. 12:2.
El verbo «con-formar-se» aquí significa adoptar la forma -el modo de ser- del mundo, como si éste fuese un molde. Lo que Pablo quiso decir es: «No adoptéis las ideas, los criterios, los valores, las prácticas, del mundo».
La razón de esa abstención es que el mundo equivale al «presente siglo malo», dominado por «el dios de este siglo»  Gá. 1:4, el cual se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre, 2 Co. 4:4). en los cuales el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios.

En el mundo occidental, pero también en otros lugares, de manera abierta o solapada, el mundo vive en oposición a Dios. Los valores morales y religiosos se subestiman o se diluyen en un laicismo inoperante. Están en auge el materialismo, el hedonismo, el placer de las drogas, la obsesión sexual. Y todo agravado por la arrolladora influencia de los medios de comunicación. Multitud de personas quedan atrapadas en el «molde» de esa situación y reproducen en sus ideas y en su modo de vivir -y aun de vestir- lo que ven en los «famosos» de turno. Resultado: una vida vacía, intrascendente, amargamente insatisfactoria. Caer en los moldes del mundo es reconocer una pérdida de la propia identidad, de la capacidad para discernir y decidir.
El cristiano debe evitar a toda costa ese empobrecimiento de la propia personalidad.
Por el contrario, ha de tomarse en serio la segunda parte de la exhortación de Pablo: «..., sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento para que comprobéis cuál es la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta».
El verbo que usa aquí el apóstol es «metamorfo», del cual se deriva la palabra «metamorfosis». Ello nos hace pensar en una transformación profunda, total. No podemos darnos por satisfechos con un cambio parcial (abandono de ciertas prácticas impropias de un cristiano, asunción de algunas prácticas piadosas, etc.).
Se trata de hacer de Cristo nuestro molde moral y espiritual a fin de que su imagen se reproduzca fielmente en nosotros. Así lo entendía Pablo al escribir otro de sus textos:
«Por tanto, nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, por la acción del Espíritu del Señor»  2 Co. 3:18.

¿Yo también?                 Si soy cristiano coherente, ¡por supuesto!

viernes, 12 de junio de 2015

69 - El predicador, instrumento de comunicación

1Ts 5:21 Examinadlo todo; retened lo bueno.

El presente «Tema del mes» es una reproducción parcial del capítulo VIII del libro Ministros de Jesucristo, Vol 1. Creemos que puede ser de interés y útil no sólo para los predicadores, sino para todos los creyentes deseosos de comunicar a otras personas el mensaje de la Palabra de Dios.
El Espíritu Santo podría usar directamente la Biblia para la conversión de los hombres y la edificación de la Iglesia, y a veces así lo hace excepcionalmente. Pero por regla general se vale de medios humanos, entre los cuales el predicador ocupa lugar especial.
Al definir la predicación hemos indicado que el mensaje divino es comunicado a través de una persona idónea. ¿Es posible hallar tal persona? Ante la excelencia de la Palabra y la magnificencia aún mayor del Dios que la ha dado, cualquier capacidad humana es ineptitud. ¿Quién puede considerarse apto para lograr que a través de sus palabras los hombres oigan la voz viva de Dios mismo? Que esto suceda es un misterio y un milagro atribuible a la gracia divina, no a mérito alguno del predicador.

Sin embargo, es imprescindible un mínimo de idoneidad por parte de quien comunica a otros la Palabra divina. La predicación no es una simple exposición de la verdad contenida en las Sagradas Escrituras. Tal tipo de exposición puede hacerla incluso una persona no creyente o desobediente a Dios. Los mensajes proféticos de Balaam fueron irreprochables en cuanto a su contenido (Nm. 23-24). Caifás estuvo atinadísimo cuando hizo su afirmación sobre la conveniencia de que un hombre muriera por el pueblo (Jn. 11:50-51). Aun los demonios anunciaban una gran verdad cuando daban testimonio del «Santo de Dios» (Mr. 1:24; véase también Hch. 16:17-18). Pero ninguno de estos «predicadores» mereció la aprobación de Dios.

El verdadero predicador, sean cuales sean sus defectos y limitaciones, ha de estar identificado con el mensaje que comunica. Debe reverenciar y amar a Dios, respetar y aceptar su Palabra. Ha de haber tenido una experiencia genuina de conversión y dedicación a Cristo en respuesta a su llamamiento. Tiene que ajustar su vida -aunque no llegue a la perfección absoluta- a las normas morales del Evangelio, Ha de amar sinceramente a los hombres. Ha de reflejar la imagen y el espíritu de su Señor.
Pero este punto exige algunas matizaciones, ya que suscita cuestiones inquietantes.

¿Qué lugar debe ocupar en la predicación la experiencia del predicador?

Debe quedar muy claro que somos llamados a predicar a Cristo, no a nosotros mismos (2 Co. 4:5). La Palabra, no nuestras experiencias, debe constituir la esencia del sermón. Las experiencias del predicador, usadas moderadamente y con cordura, pueden ser ilustraciones útiles, pero nunca deben ocupar lugar preponderante.
Y a pesar de esto, la experiencia del mensajero de Cristo es de importancia decisiva. Sólo quien ha gustado lo delicioso del pan de vida puede ofrecerlo a otros con efectividad. Únicamente quien ha tenido vivencias auténticas de la energía transformadora del Evangelio puede afirmar sin vacilaciones que es «poder de Dios para dar salvación a todo aquel que cree» y esperar que sus oyentes tomen sus palabras en serio. Pero no es el testimonio oral que sobre sus experiencias puede dar el predicador desde el púlpito lo que más vale, sino lo que de ellas se trasluzca a través de su vida.
Helmut Thielicke ha expresado esta verdad incisivamente en una crítica saludable sobre la iglesia de nuestro tiempo. «Si no estoy equivocado, el hombre de nuestra generación tiene un instinto muy sensible para las frases rutinarias. La publicidad y la propaganda le han acostumbrado a ello... Cualquiera que desee saber si una bebida determinada es realmente tan buena como el anunciante a través de la pantalla del televisor dice que es, no puede creer ingenuamente las recomendaciones fonéticamente amplificadas; debe averiguar si ese hombre la bebe cuando está en casa, no en público. ¿Bebe el predicador lo que ofrece desde el púlpito? Esta es la pregunta que se hace el hijo de nuestro tiempo, consumido por el fuego de la publicidad y los anuncios»(1).

¿Puede predicar quien pasa por una experiencia de crisis espiritual?

Toda crisis indica un estado de inestabilidad. No se ha llegado a posiciones fijas, definitivas. No es inmersión en la incredulidad por pérdida de la fe o entrega al pecado con cese de toda lucha. Es más bien una situación de duda, de conflicto, de angustia, de depresión. Pero la fe se mantiene; las dudas son pájaros que revolotean sobre la cabeza sin llegar a hacer nido en ella; en el corazón sigue ardiendo la llama del amor a Cristo; la Biblia no ha dejado de ser el objeto predilecto de lectura y meditación.
En estos casos no sólo se puede seguir predicando, sino que, como vimos al considerar los recurso del ministro, el hacerlo puede contribuir muy positivamente a la superación de la crisis. En el púlpito, el predicador sincero tiene experiencias tan claras como inefables de la presencia y el poder del Espíritu Santo, el cual le habla a él tanto o más que a la congregación y convierte la Palabra en fuerza maravillosamente renovadora.
Sólo cuando la crisis se prolonga y debilita demasiado al predicador, puede ser aconsejable que éste cese temporalmente en su responsabilidad en el púlpito a la par que busca medios adecuados de recuperación.

¿Se puede predicar sobre puntos que el predicador no aplica en su propia vida?

Omitir esos puntos es cercenar la Palabra de Dios. Exponerlos, en el caso apuntado, puede dar lugar a la hipocresía, falta intolerable en el mensajero del Señor.
No es moralmente posible exhortar a los oyentes a una vida de oración si el predicador apenas ora en privado; o a la generosidad, si él es atenazado por el egoísmo; o al esfuerzo de una dedicación plena a Cristo, si él no da ejemplo de ello.
Ante tal inconsecuencia, el predicador debe buscar toda la ayuda de Dios para conformar su vida a las enseñanzas de la Palabra. Debiera estar en condiciones de poder decir con Pablo: «Sed imitadores de mí, así como yo lo soy de Cristo» (1 Co. 11:1). Si es consciente de que no ha alcanzado tal meta y si ha de predicar sobre un texto que pone al descubierto algún punto débil de su vida cristiana, no ha de tener inconveniente en reconocerlo públicamente e indicar de algún modo que él mismo también se incluye entre aquellos a quienes se dirige el mensaje. Esto es doblemente positivo, pues no sólo libra al predicador de dar una falsa impresión de sí mismo, sino que, ante la confesión de sus propios defectos, aunque parezca paradójico, la congregación se sentirá alentada. Los «superhombres» espirituales anonadan. Los hombres de Dios que, como Elías (Stg. 5:17), son «de igual condición que nosotros» estimulan a sus hermanos.

 

El auditorio y sus necesidades

El predicador es un intermediario entre Dios y los oyentes en lo que a comunicación de la Palabra de Dios se refiere. Por tal razón, debe conocer a Dios y vivir lo más cerca posible de El; pero tiene asimismo que conocer a los hombres y vivir próximo a ellos. Ha de ser fiel a su Señor y, por amor a El, amar a quienes le escuchan, con una preocupación sincera por su situación.
Ante sí tiene hombres y mujeres con sus inquietudes, sus dudas, sus deseos nobles, sus debilidades, sus luchas, sus avances espirituales, sus pecados, sus alegrías, sus temores. De alguna manera, el predicador ha de penetrar en ese mundo interior de cada oyente e iluminarlo, purificarlo y robustecerlo con la Palabra de Dios. No puede conformarse con pronunciar palabras piadosas que se pierdan en el vacío porque su contenido es de nulo interés para quienes escuchan. Cuando el gran predicador Henry W. Beecher preparaba sus sermones, según su propio testimonio, jamás su congregación estaba ausente de su mente.
Nada hay más estéril, ni más aburrido, que una predicación descarnada, insensible al pensar y el sentir del auditorio. Por más que nos opongamos -y nos oponemos- a la exégesis «desmitificadora» de Bultmann, hemos de apreciar su gran preocupación por presentar un mensaje relevante para el hombre de hoy, que le diga y le dé algo importante en el plano existencial.
Al pensar en el hombre, hemos de pensar en la totalidad de su ser y de «su circunstancia». La Palabra de Dios no va dirigida únicamente al espíritu; no tiene por objeto solamente movernos a la adoración o fortalecer nuestra fe.

Menos aún, elevarnos a una comunión con Dios que nos haga indiferentes a nuestros compromisos, nuestras necesidades, nuestras relaciones o nuestros problemas temporales. El antiguo docetismo despojó a Cristo de su humanidad y lo redujo a una figura tan espiritual que casi resultaba fantasmagórica. Desgraciadamente, no faltan docetistas en nuestros días, aunque su error se haya desplazado de la cristología a la antropología.
Es necesario desterrar falsos espiritualismos y ver desde el púlpito a seres de carne y hueso. Aun el creyente, ciudadano del Reino de los cielos, vive en el mundo bajo toda clase de influencias culturales, religiosas, políticas, sociales. No puede salir de ese marco. Ni es llamado a hacerlo. Pero en él se hallará infinidad de veces con situaciones en las que no verá con claridad cómo actuar cristianamente. Es entonces cuando una predicación «encarnada», en la que la Palabra de Dios responde a preguntas, aclara dudas y proporciona estímulos en el orden existencial, constituye una bendición inestimable por convertirse en palabra redentora. En cierto sentido, respetando el significado original de la frase bíblica, de todo sermón debiera poder decirse que en él «la Palabra se hizo carne».
Por medio de la predicación, el atribulado ha de recibir consuelo; el que se halla en la perplejidad, luz; el rebelde, amonestación(2); el penitente, promesas de perdón; el caído, perspectivas de levantamiento y restauración; el fatigado, descanso y fuerzas nuevas; el frustrado, esperanza; el inconverso, la palabra cautivadora de Cristo; el santo, el mensaje para crecer en la santificación. Resumiendo: el púlpito ha de ser la puerta de la gran despensa divina de la cual se sacan las provisiones necesarias para suplir las necesidades espirituales de los oyentes.
Implícito en este punto hay otro que, por su importancia, hemos de considerar separadamente.

La necesidad de un propósito

No es suficiente que el predicador, al subir al púlpito, tenga algo que decir a sus oyentes. Es necesario que su sermón tenga un objetivo concreto. Ha de aspirar a unos resultados.
El contenido del mensaje no sólo ha de iluminar la mente y remover los sentimientos; ha de mover la voluntad. Toda predicación debiera llevar a quienes escuchan a tomar algún tipo de decisión. Esta puede ser la conversión, la confesión íntima a Dios de un pecado, la renuncia a alguna práctica impropia de un cristiano, el desechamiento de un temor, una entrega plena a la voluntad de Dios, la resolución de iniciar la reconciliación con un hermano enemistado, la determinación de empezar las actividades de cada día dedicando unos minutos a la lectura de la Biblia y la oración, la de ofrecerse seriamente para algún tipo de servicio cristiano, la de evangelizar con mayor celo, la de mantener contactos de comunión cristiana con las personas que más la necesitan. Podríamos mencionar muchas más.
Sólo cuando se han producido resultados de esta naturaleza en los oyentes puede decirse que la semilla de la predicación ha germinado. Por supuesto, la nueva planta debe cuidarse después mediante la acción pastoral de la iglesia; pero ya puede considerarse un éxito inicial que la semilla no cayera «junto al camino» y fuera engullida por las aves.
Es verdad que no en todos los casos la predicación, aunque esté presidida por un propósito concreto, logra su finalidad. Siempre hay oídos y corazones invulnerables a los dardos más directos de la Palabra. También es verdad que el Espíritu Santo puede alcanzar fines que el predicador no se había propuesto.
Pero nada de esto justifica que cuando el predicador se embarca en su sermón no tenga idea del puerto al cual se dirige. Sin una meta precisa para cada mensaje, todo el esmero en la exégesis, toda la habilidad homilética y todos los recursos de la oratoria serán poco menos que inútiles. Un sermón no debe ser jamás una mera obra de arte. No ha de llegar a oídos del auditorio como una bella sinfonía, sino como lo que se espera que sea: voz de Dios que habla a los hombres y los insta a las decisiones más trascendentales. En frase de Bohren, la predicación «siempre es una cuestión de vida o muerte».
El ministerio de la predicación es glorioso, pero entraña una responsabilidad imponente. Es fuente de gozo, pero también de grandes tensiones. Su práctica eleva y humilla. Mas detrás de ese ministerio está Dios. El es quien dice a cada uno de sus mensajeros: «He puesto mis palabras en tu boca» (Jer. 1:9) y quien infunde aliento para la realización de misión tan singular (Jer. 1:17).
Del predicador se espera fidelidad y diligencia. Como en el caso de los profetas, su tarea viene determinada por dos palabras: impresión y expresión. La primera indica la operación del Espíritu y de la Palabra en el predicador; la segunda, la acción del Espíritu y de la Palabra a través de él.

En la expresión se combinan el elemento divino y el humano, la unción de lo alto y la homilética.