viernes, 18 de enero de 2013


Aprendiendo a compartir las cargas

«Sobrellevad los unos las cargas de los otros y cumplid así la ley de Cristo» (Gá. 6:2).

«Este es tu problema, no el mío»; «¿Y a mí qué? Yo paso». Estas frases, tan populares hoy en una sociedad individualista reflejan la tendencia natural del ser humano. Por naturaleza, todos llevamos algo en el corazón: indiferencia y egoísmo en las relaciones con el prójimo.

El seguidor de Cristo no puede lavarse las manos indiferente ante las necesidades de otros y es llamado a preocuparse activamente por su hermano.

El sobrellevar los unos las cargas de los otros constituye uno de los mayores privilegios -y deberes- del discípulo de Jesús que afirmó           «Así que todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos» (Mt. 7:12).

Los hermanos en Cristo -«la familia de la fe»- constituyen nuestra prioridad tal como enseña el apóstol Pablo (Gá. 6:10), de ahí nuestro énfasis en las relaciones con los hermanos en la fe. El que no ama y cuida de su hermano al que tiene al lado, dificílmente podrá cuidar al que está más lejos.

1.   Motivaciones correctas: ¿Por qué he de sobrellevar las cargas de mis hermanos?

2.   La puesta en práctica del cuidado mutuo: ¿Cómo hacerlo?

3.   Los resultados: ¿Qué consecuencias tiene?

 1. Motivaciones correctas: ¿Por qué?

Tener las motivaciones correctas es el paso inicial que nos abre la puerta a una práctica correcta.

La motivación es como el motor que nos «mueve» y genera la fuerza para avanzar.  Pablo expresaba su preocupación por esta conducta en la carta a los filipenses:

«No mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo que es de los otros» (Fil. 2:4). Y más adelante, en el versículo 21, reitera esta triste realidad: «Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús».Cuáles son entonces los motivos para cuidar al prójimo en general y a mis hermanos en Cristo en particular?

Ante todo, debemos considerar la motivación incorrecta. Cuidar de mi hermano no debe ser, por lo menos en primer lugar, una forma de autorrealización personal. No lo hago para sentirme yo mejor. Desde luego es legítimo esperar una satisfacción personal en el servicio a los demás. No hay nada que llene tanto como darse a otros. Pero esta satisfacción es la consecuencia, y no la motivación, de tal ministerio. «en esto consiste el amor, en que él nos amó primero», nos recuerda el apóstol Juan. El verdadero amor de Cristo da sin esperar nada a cambio; no da para recibir.

El amor a Cristo

Para el creyente, el cuidado del hermano y del prójimo surge del amor a su Señor y Salvador. Si él ha hecho tanto por mí, ¿qué no haré yo por él? Ya Pablo decía con gran fuerza: «El amor de Cristo nos constriñe»                 (2 Co. 5:14).                       Su ejemplo es el móvil que nos impele en la preocupación por el hermano.

La exhortación de Gálatas 6:2 precisamente apela a esta realidad:

«Sobrellevad los unos las cargas de los otros y cumplid así la ley de Cristo». La palabra «ley» aquí no significa tanto precepto como modelo. Se refiere al espíritu, el talante, la forma de ser de Cristo, quien «ungido con el Espíritu santo y con poder, anduvo haciendo bienes y sanando a todos...» (Hch. 10:38). Los cristianos deberíamos cambiar el refrán de «haz bien y no mires a quién» por «haz bien y mira a Cristo». Al hacer el bien, ten la mirada puesta en aquel que dio su vida por ti.

Esta visión nos librará, de paso, de las decepciones causadas por la ingratitud. A veces, el hermano por el que más te has preocupado es tan desagradecido como aquellos leprosos sanados por Jesús: de diez, solo uno volvió para dar las gracias.

¡Qué reconfortante el pasaje de Mateo 25:31-46: «Por cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis». Cristo está presente en mi hermano, está ahí, en su alma, de tal manera que cuidar de mi hermano es como cuidar de Cristo mismo.

Así pues, la gran diferencia entre un humanista y el seguidor de Cristo radica precisamente en la motivación:

Al cristiano le mueve, en primer lugar, el efecto final de un compromiso perfectamente resumido por Jesús mismo: «amarás a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo».

El amor:       El amor a Cristo, si es genuino, lleva de forma natural a amar a la Iglesia. El discípulo no puede decir que ama a Cristo si no ama a sus hermanos que forman el cuerpo de Cristo.
El compromiso con Dios implica compromiso con el pueblo de Dios. Esta segunda motivación es, por tanto, consecuencia de la anterior.

De tal manera que nuestro lema-resumen en el cuidado de mis hermanos debería ser: por amor a Cristo y para edificación de la Iglesia.

Gálatas. Su traducción literal sería: «De los otros, sobrellevad las cargas». Pablo pone el genitivo «de los otros» al comienzo de la frase para marcar un énfasis. Con esta construcción gramatical, el Apóstol nos quiere recordar un principio importante: la vida cristiana no es un asunto de «Dios y yo solos»; el cristiano solitario es incompatible con la enseñanza del Nuevo Testamento.     Por supuesto que la fe tiene una dimensión íntima, personal, que debe ser respetada.

Pero la fe cristiana va mucho más allá de lo privado: Nos guste o no, al nacer de nuevo -la conversión- entramos a formar parte de una familia en la que -como sucede en toda familia- no nos es dado escoger a nuestros hermanos. ¡No conozco a nadie que haya tenido la oportunidad de escoger a sus hermanos de sangre!

La enseñanza bíblica es clara: somos un cuerpo y nos pertenecemos los unos a los otros: «Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular... Que los miembros se preocupen los unos por los otros... De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un hermano recibe honra, todos los miembros con él se gozan» (1 Co. 12:25-27).

No es una opción, sino una obligación

El texto de Gálatas usa el modo imperativo: «sobrellevad». Es un mandamiento, no una opción voluntaria. Algunos piensan que cuidar al hermano es responsabilidad propia del responsable, o del pastor y de los ancianos o diáconos de la iglesia.

La iglesia no es una comunidad de justos donde escasea el pecado, sino una comunidad de pecadores donde abunda la gracia. Esta debe ser nuestra visión. Así, nuestras expectativas serán realistas y evitaremos caer en el desánimo al descubrir que la perfección solo la alcanzaremos en el cielo. Mientras tanto, todos estamos en la «tintorería», siendo «lavados» -transformados- por el Espíritu Santo en el proceso de la santificación. Si alguien va a la iglesia esperando ver solo ropas blancas, encontrarla acabada ya de lavar, no ha entendido ni la naturaleza de la iglesia ni el proceso de transformación que se está realizando desde el nuevo nacimiento.

Aprendiendo a compartir las cargas

«Y considerémonos unos a otros, para estimularnos al amor y a las buenas obras, no dejando de reunimos corno algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos, tanto más cuando veis que este día se acerca» (Heb. 10:24-25).

La puesta en práctica: ¿cómo hacerlo?

Una vez tenemos la motivación correcta, ¿cómo poner en práctica esta exhortación? De nuevo, el análisis del texto nos ayuda a entender su aplicación.

El verbo «sobrellevar» es el mismo que «cargar», como aparece en Juan 19:27, cuando Jesús carga con la cruz y empieza a andar hacia el Gólgota. La idea en el original es la de coger «algo que pesa». De la misma raíz viene la palabra «carga» -barós- en Mateo 20:12: «Porque mi yugo es fácil y ligera mi carga». Se refiere tanto a un peso físico, literal, como a un peso simbólico o moral, algo que agobia u oprime: una preocupación, un problema, una dificultad, una enfermedad.

Exactamente esto es lo que hizo Simón cuando los soldados romanos le cargaron con la cruz que llevaba el Señor, posiblemente agotado por el peso de la misma: «Tomaron a Simón de Cirene, que venía del campo, y le pusieron encima la cruz para que la llevase tras Jesús» (Lc. 23:26). ¡Qué privilegio, sin saberlo, el de Simón! Pero mucho mayor es el privilegio de todo creyente, porque en el acto mismo de llevar esta cruz y morir en ella, Jesús estaba cargando con todos nuestros pecados.

Emociona descubrir que la palabra usada en Isaías 53:4 -«Ciertamente Él llevó (cargó) nuestras enfermedades...»- es la misma de Gálatas 6:2: «Sobrellevad las cargas los unos de los otros».

Una vez más, el ejemplo de Jesús nos impele a hacer lo mismo. Todo creyente debería anhelar este corazón pastoral que nos lleva a acercarnos al hermano con esta actitud: «¿Qué te pasa, puedo hacer algo por ti?. ¿Te puedo llevar la mochila un rato?». Y no olvidemos que una de las maneras más eficaces de hacerlo es escuchando al otro. Saber escuchar al hermano es una excelente manera de sobrellevar su carga.

Hay un pasaje en el Nuevo Testamento que describe con precisión algunas formas prácticas de sobrellevar las cargas:

«Y considerémonos unos a otros, para estimularnos al amor y a las buenas obras, no dejando de reunimos corno algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos, tanto más cuando veis que este día se acerca» (Heb. 10:24-25). Veamos estas cuatro formas prácticas de cuidar al hermano.

«Considerémonos unos a otros»

Se refiere a la actitud de tomar la iniciativa y preocuparse por el hermano. Es simplemente «tener en cuenta» al otro, no dejarlo de lado. A veces basta con un «¿cómo estás?» sincero, sentido, que refleja todo el amor que sentimos hacia esta persona.

Otras veces, incluso sobran las palabras, y la misma actitud de amor se transmite con una simple mirada a los ojos, penetrante, consoladora, una mirada que habla sola y que dice silenciosa: «¿Qué te pasa, hermano, te puedo ayudar? Estoy a tu lado si me necesitas». Una carta o postal en momentos especiales, una simple llamada telefónica al hermano enfermo o atribulado, una visita en su casa o en el hospital son otras formas prácticas de «considerarnos unos a otros» y que enriquecen mucho la vida de la congregación.

«Para estimularnos al amor y a las buenas obras»

Todos conocemos personas cuya presencia nos contagia de un buen ánimo y nos enriquece. Su vida es una inspiración que nos estimula de forma positiva. Transmiten el amor y la paz de Cristo. Lo opuesto, ser un motivo de tropiezo, es un grave pecado que el Señor condenó con dureza (Mt. 18:6-7).

«No dejando de reunimos»

A primera vista puede sorprender esta frase en un contexto de cuidado pastoral y estímulo mutuo. Pero su inclusión aquí es muy significativa.

¿Por qué y para qué vamos a los cultos en la iglesia? ¿Solo para recibir? ¿La meta es sentirme bien yo? Por supuesto, recibimos bendición del culto, pero no podemos ir a la iglesia solo para recibir.

Vamos para dar tanto como para recibir. Mi presencia en la iglesia es un gran estímulo para mis hermanos, de la misma manera que mi ausencia duele, entristece.

«Exhortándonos»

El verbo «exhortar» en el original tiene una gran riqueza de matices. Puede significar animar, estimular, consolar, fortalecer, interesarse por. Transmite una idea básica: preocuparse por el otro y darle un trato afable. Se trata más de una actitud que de una actividad; no tanto algo que se hace, sino una forma de ser.

Es muy interesante observar cómo el nombre dado al Espíritu Santo -Parakletos- deriva justamente de este mismo verbo «exhortar» -parakaleo-, de tal manera que la tarea que realizamos al «exhortarnos unos a otros» es, ni más ni menos, un eco -imperfecto- de la preciosa obra que el Espíritu Santo realiza en el creyente. Él es el Consolador por excelencia, y nuestro objetivo al «exhortarnos unos a otros» es proporcionar también consolación.

Los resultados: ¿qué consecuencias tiene?

La práctica de sobrellevar las cargas mutuamente tiene unas consecuencias importantes en dos esferas: Por un lado, influye sobre la iglesia; es la esfera comunitaria. Por otro lado, tiene consecuencias en mi vida personal. Analicemos cada una de ellas:

La edificación de la iglesia

El cuidado fraternal mutuo es fruto del amor, pero al mismo tiempo transmite amor.

Por ello atrae, tiene un poderoso efecto magnético a su alrededor. Este fue uno de los «secretos» del crecimiento de la iglesia primitiva. La iglesia de Jerusalén fue un modelo en esta noble tarea de cuidar al hermano. No es de extrañar que «el pueblo los alababa grandemente y los que creían en el Señor aumentaban más, gran número así de hombres como de mujeres» (Hch. 5:13-14).

Este corazón pastoral de todos los miembros produce un crecimiento de la iglesia en número porque es un testimonio poderoso. ¡Cuántas personas se quedaron en la iglesia y llegaron a la conversión «porque el primer día se interesaron por mí, me vinieron a decir algo, me dieron calor de hogar»!

Una iglesia donde los unos sobrellevan las cargas de los otros viene a ser un hogar, una familia de familias que «da cobijo al desamparado» (cf. Sal. 68:6). Es en este aspecto, entre otros, que la iglesia puede ser comunidad terapéutica, instrumento de sanidad para un mundo doliente. Hoy son muchas las personas abatidas por la angustia, la depresión o la soledad, heridas por relaciones rotas o familias infernales que deambulan por la vida como «débiles y perniquebradas» (Ez. 34:16).

Son estas personas las que se acercarán a la iglesia buscando que alguien las ayude a llevar su carga.

Debemos estar alerta para preocuparnos por su situación, dispuestos a llevarles «la mochila» un tiempo, es decir, escucharlas, comprenderlas y, sobre todo, amarlas con el amor de Cristo, quien mostró profundo interés por todos aquellos que «tenían necesidad de médico».

El cuidado mutuo no solo es fuente de crecimiento cuantitativo, sino también de edificación espiritual.

Lo veíamos antes, al considerar el efecto modelo de aquellos que nos estimulan al amor y a las buenas obras. Esta es la enseñanza clara de Pablo.                  «Siguiendo la verdad en amor crezcamos en todo en Aquel que es la cabeza, esto es, Cristo... todo el cuerpo recibe su crecimiento para ir edificándose en amor» (Ef. 4:15-16).

Cuando me preocupo por mi hermano, le escucho y me intereso por sus problemas y necesidades estoy contribuyendo al crecimiento espiritual de toda la iglesia y al mío propio.

La aprobación de Cristo mismo: «Porque a su tiempo segaremos si no desmayamos».

La siega no ocurrirá cuando a nosotros nos guste o cuando queramos. A veces tenemos prisa por ver los resultados de nuestro trabajo. La siega será a su tiempo. La expresión original significa en el momento maduro, en la estación idónea. El tiempo de la siega no lo marcamos nosotros, sino el Señor.

¿Y en qué consistirá la siega? ¿Cuáles serán los resultados? El cuidar de mi hermano sobrellevando sus cargas tiene recompensas hermosas aquí y ahora. El hecho en sí de darse a otros y hacerles bien ya contiene un elemento de satisfacción personal, de manera que la mejor recompensa es sentirse útil al prójimo.

Sin embargo, todos estos aspectos positivos y agradables quedan relegados a un lugar secundario cuando los comparamos con la más grande de las recompensas: el galardón que Cristo mismo nos dará cuando entremos en su presencia.

«Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré» (Mt. 25:21). ¡Este es el diploma por excelencia! Jesús mismo les dijo a sus discípulos que «cualquiera que dé a uno de estos pequeñitos un vaso de agua fría solamente... no quedará sin recompensa» (Mt. 10:42).

 

Por ello, Pablo nos exhorta: «Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres; sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís» (Col. 3:23-24). Por tanto, no debemos esperar el reconocimiento y la aprobación aquí y ahora de nuestros hermanos, sino de Cristo y en el futuro. Ello nos evitará decepciones innecesarias.

Este pasaje donde se nos exhorta a sobrellevar los unos las cargas de los otros termina con un sano toque de realismo: «No nos cansemos, pues, de hacer el bien, porque a su tiempo segaremos si no desmayamos» (Gá. 6:9). Pablo tiene una gran experiencia de entrega a los hermanos y tiene los pies en el suelo. ¡Cuidado! Sobrellevar las cargas de otros desgasta mucho.

Es un ministerio esforzado del que uno se cansa con facilidad. Por ello nos avisa, porque lo natural es el cansancio. De ahí la gran necesidad de tener los ojos de la fe que remontan la mirada por encima de lo visible -un panorama no siempre halagüeño- y nos dan «la certeza de lo que esperamos y la convicción de lo que no se ve».

Este fue el caso de Moisés, un hombre que pudo sobrellevar las cargas de los otros -de todo un pueblo- porque «se sostuvo como viendo al Invisible» (Heb. 11:27).

«Así que, según tengamos la oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe» (Gá. 6:10).

 

Que gran momento de poder dar de todo lo recibido del Padre, con su amor en nuestros corazones de hecho y en verdad, haciéndolo de corazón como para el señor, y ayudando a nuestros hermanos a llevar las cargas, sin cansarnos ni desmayar. Amen.     

Jca.

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